viernes, 19 de febrero de 2010

No es un virus: es Fidel

Tomás Barceló Cuesta
Hace tiempo que circula un mail por el mundo que, según recomendaciones, no debe abrirse si anuncia la muerte de Fidel Castro, porque se trata de un virus altamente peligroso. Algunos suspicaces piensan que tal virus no existe; que es –hablando en buen cubano- una bola echada a rodar desde las oficinas del Comité Central del Partido Comunista de Cuba para que, en el caso de que verdaderamente suceda el deceso del Comandante, algo que inmediatamente se regaría como pólvora por los cuatro continentes, aquellos que reciban la noticia a través de sus buzones terminarán destinándola a la papelera de reciclaje. Eso le daría unos días de vida más – a pesar de haber muerto- a alguien que, según la leyenda, ha sobrevivido a más de 600 muertes que le preparó la CIA. De ser así, la leyenda alcanzaría ribetes insospechados. Algo así como alcanzar la inmortalidad total.
Una inmortalidad virtual, pero inmortalidad al fin. Que no es poca cosa.
Otro bando de suspicaces piensa lo contrario: que la bola se cocinó en Miami y desde ahí comenzó a rodar por el mundo. Por obvias razones de conveniencias mercantiles, más que políticas: estirar al máximo la vida de su odiado comandante comunista dictador: una vida de oro, gracias a la cual aquellos que un día partieron desde Cuba hacia Estados Unidos hace ya más de cincuenta años, terminaron convirtiendo en un negocio altamente rentable al castrocomunismo.
¿De dónde partió la bola? Nunca se sabe. A estas alturas dudo de que tal virus exista. Lo que parece indicar que Fidel Castro nunca morirá. O al menos seguriá viviendo eternamente en el virtual espacio infinito del ciberespacio.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Devuélvanme a Nicole Kidman



Por Tomás Barceló Cuesta
Anoche vi la película Australia. Pero las pocas líneas de las que dispongo no las malgastaré en el análisis del film. Si lo traigo a colación es para que juntos nos detengamos, amigos virtuales, en el “nuevo rostro” de Nicole Kidman. No es Nicole Kidman, no es la versátil protagonista de filmes tan disímiles como Moulin Rouge, Los otros, Calma total, Reencarnación, Las mujeres perfectas…; o sí lo es, pero con otra cara, algo que en alguien como yo, a quien los años no terminan de domesticar su propensión al asombro, termina llenándolo de confusión. Supongo que Nicole Kidman seguirá teniendo los mismos mohines, sonriendo como siempre lo ha hecho y llorando y temblando cada vez que determinada escena lo requiera. Es decir, seguirá siendo la misma actriz, asumiendo el mismo rigor y profesionalismo que la caracterizan, pero lo que finalmente uno termina viendo es otra cosa. Como si los cambios operados en su rostro por el botox y los colágenos que redondearon sus ojos y ensancharon sus labios, terminaron privándola de eso que, se me antojaría llamar, el espíritu Nicole Kidman. O su formidable histrionismo que al ponerlo en función de aquellos papeles que interpretó, situaba a sus personajes en el borde de un abismo, asolados por las llamas internas de sus pasiones. De alguna manera u otra, todos esos personajes tuvieron algo en común: Atormentados, perdidos en mundos paralelos, fantasmales, siempre a punto de quebrarse pero sin embargo sostenidos por una fuerza de hierro que la actriz, con tan sólo fruncir su bello entrecejo, solía acuñar de manera irrefutable.
El cutis de Nicole Kidman posee una especie de blancura floral, una piel que uno imagina debieron tener aquellas cenicientas y blancanieves de los hermanos Grimm. Lo que contrasta con su cuerpo delgado y fibroso, como de caña brava imbatible. Una extraña sensualidad, una mujer sin dudas apetecible.
Todas esas “virtudes” debieron tenerlas en cuenta los directores de cine que la contrataron para que bajo su piel, y con sus ojos sutilmente oblicuos y a la vez tan azules, los pendulares personajes concebidos por ellos se sintieran cómodos en sus prestadas vidas. Los buenos directores de cine, a fuerza de ese ejercicio continuado en la concepción de personajes de ficción, saben buscar y encontrar al actor o a la actriz ideal que los encarne. La industria Hollywood, fábrica de exquisitas y divertidades falsedades, produce personajes para actores y categoriza actores para personajes. El cine es, además, el arte de las mezclas. Arte de la visualidad, logra que los personajes terminen siendo los actores y estos a su vez aquellos. Es también, pues, un arte de confusiones.
Con Nicole Kidman el hallazgo pareció ser siempre cuasi perfecto ¿no? Y uno de aquellos personajes necesitados de ella para cobrar vida en el cuerpo y rostro de la actriz, es Sarah Ashley, la señora jefe del film Australia: tan frágil en su primera apariencia y tan fuerte en su revelación, tierna y sensual, y a la vez decidida y voluntariosa. Ideal para que fuera interpretada por aquella Nicole Kidman que quedó perdida en quién sabe cuántos salones de cirugía estética para dar paso a esta otra de boquita pulposa, más cercana a la envidiosa hermanastra de Cenicienta, o a alguna fregona posmoderna de regular belleza, carente de esa fuerza pasional que el implacable botox borró para siempre.
Qué decepción.

martes, 10 de noviembre de 2009

Los jodidos

Por Tomás Barceló
En un barrio periférico en plena formación de Córdoba, la aldea –ya tiene nombre: Nueva Urca se llama-, regias casas en construcción, separadas unas de otras con esa distancia que exigen quienes serán sus adinerados dueños (amplios espacios para las infaltables piletas, los quinchos, el verde pastito, el asador), en una maniobra imprudente terminé estrellando el auto contra un poste. No es nada extraño. Soy un aprendiz de chofer. No frené cuando debí hacerlo, en cambio pisé el acelerador hasta el fondo. Mi mujer gritó. Terminó reventando el parabrisas con la cabeza. Salimos inmediatamente del auto. Ella lloraba. Su celular apenas tenía carga. En algún momento logró comunicarse con la grúa del seguro. Teníamos dos o tres horas de espera por delante. Un lugar apartado. Ahí, ante nuestros ojos, nuestro autito parecía una garrapata blanca aplastada contra el poste. Definitivamente apagada, muerta. Debajo de sus ruedas delanteras, una de ellas convertida en una enorme galleta deformada, crecía la mancha aceitosa de su sangre que brotaba de su vientre.
Mi mujer lloraba. En algún momento dejó de hacerlo y se sentó contrita en la tierra, con el rostro entre las manos. En ocasiones iba hasta ella, la abrazaba, la apretaba contra mi pecho. Después caminaba de un lado a otro, me alejaba unos metros de allí, mirando siempre hacia la lejanía mientras intentaba refugiarme en el verde de los árboles distantes.
Pasaban autos frente a nosotros, obligados a hacer un pequeño desvío porque nuestra pequeña garrapata herida había quedado cruzada en medio de la calle. En su mayoría eran autos muy lujosos. Una señora septuagenaria, teñida de rubio, rostro huesudo, fumaba un cigarrillo con el brazo apoyado en la ventanilla mientras dirigía la mirada altanera hacia delante. Durante nuestro tiempo de espera pasaron diez o doce autos más. Uno de ellos llevaba un falderillo, un poodle negro que era todo un encanto. Tenía medio cuerpo fuera del auto. El perrito nos miró y tuve la sensación, por demás loca, de que el animalejo tenía conciencia de nuestra pequeña desgracia. Pero fiel a su clase, desvió la vista. Y se perdió en la esquina con sus dueños y su auto de vidrios oscuros. Algunos al pasar miraban, después seguían indiferentes. Otros avanzaban sin siquiera mirar. Un sábado al mediodía, con un cielo tan limpio, no es para estar jodiéndose la vida con la desgracia del otro. Pero, oh milagro, en algún momento se detuvo una camioneta. Su conductor era un hombre de unos cincuenta años. Lo acompañaba un joven. Debía ser su hijo. El hombre nos preguntó qué nos sucedía. ¿Se encuentra bien? Intenté explicarle. Nos brindó ayuda. Preguntó qué podía hacer por nosotros. Le di las gracias. Ya vendrá la grúa, le respondí. Eran bolivianos. El hombre insistió. No, gracias, les dije, muchas gracias, amigo, se lo agradezco. ¿Seguro están bien? Si, no se hagan problema. Al rato otro auto. Iba repleto. Una familia argentina. El padre al volante, la mujer al lado. Unos chicos en el asiento trasero. Desde la distancia en que me encontraba, vi que le hablaban a mi mujer. Después siguieron su camino. Al pasar frente a mí el hombre me dedicó una sonrisa pequeña, que yo interpreté algo así como que no me preocupara, que todo estaría bien.
Después mi pecho se distendió. Vi la pequeña figura de mi mujer levantarse con energía del suelo. No todo estaba tan jodido en el mundo.
Domingo 8 de noviembre de 2009

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Susanita conquistó la televisión


Por Tomás Barceló Cuesta
Si Quino no hubiese existido y yo tuviera que inventar Mafalda, con todos sus personajes incluidos, Susanita se llamaría Fabiana. Tan sólo por la reacción que con frecuencia me producen los comentarios de la señora que cada mañana comparte junto a J. Cuadrado y Federico T., la conducción del matutino televisivo Arriba Córdoba.
Tan correcta, tan guardiana “del buen gusto y del orden burgués”, suele hablarle a las cámaras convencida de que los que están del otro lado aplauden sus desaguisados. En la aldea cordobesa deben sobrar quienes se lo agradezcan. Otros, en cambio, lanzarán palabrotas. Entre estos últimos me encuentro yo, virtuales lectores.
Fabiana Dal Pra mira hacia la cámara que la enfoca, y comenta algo tan oportuno -pero sobre todo frontal y sincero en correspondencia con su mentalidad clase media alta, adecentada chica de Barrio Urca-, como que la nueva ley del gobierno nacional dirigida a otorgarle 180 pesos por hijo a toda madre que esté desocupada, pudiera llevar a las mujeres a dedicarse a parir y no a buscar trabajo, como debiera ser.
Yo haría lo mismo (no hacer semejante comentario, aclaro, sino parir), pero teniendo en cuenta otras variantes.
Primero: si fuera mujer, fértil, y además joven.
Segundo: si en vez de 180 el Estado me otorgara por hijo 800 pesos, cifra más o menos cercana a lo que pudiera costar su alimentación, cobija y educación dignas.
O tercero, algo menos probable: si fuera la mujer de un rico. O una de esas botineras que se engrampan con afamados deportistas gracias a sus formidables cuerpos y a esa expresión tan sobreactuada en sus bellos rostros, de ingenuas y angelicales putas celestiales. El fútbol es un excelente coto de caza para ellas.
Hay dos extremos que corren paralelos en nuestra gran aldea: en uno de ellos, unos pocos tienen lo que les corresponde, más esa misma cantidad multiplicada n veces y que viene a ser lo que les toca a aquellos que, viviendo en el otro extremo, no lo tienen. A más pobres, alguien ha de ser más rico. ¿O estoy equivocado? Es una elemental ecuación sobre la cual descansa el sistema capitalista mundial de todos los tiempos. Sólo que en pequeñas aldeas como Córdoba, abundantes por acá abajo en la rabadilla del mundo, la ecuación se torna más siniestra.
El extremo donde habitan los millonarios -en cuyos bordes, con aires de expansión y crecimiento florece la clase media alta-, contiene cierta cantidad de mujeres dedicadas a parir y a criar felizmente a sus hijos. Cuentan para ello con mucamas que les limpian las casas, pulen los pisos, lavan la ropa, friegan los platos, eliminan las telarañas, tienden sus camas, les cocinan y, la mayoría de las veces, cuidan de los niños mientras ellas, nobles madrazas, se dedican a otra cosa. Más de una se graduó en alguna universidad pública o privada, pero no trabaja. ¿Para qué? ¿Qué necesidad hay de hacerlo? El trabajo lo hizo Dios como castigo…reza un antiguo bolero cubano. Además, se está tan bien así. Sin hacer nada, viendo como crecen los pichones.
Por acá, más cercanas, están las mujeres pobres. Las mujeres de los pobres. Vienen de generaciones frustradas, piezas frágiles en la sólida estructura de la pobreza argentina. La mayoría apenas terminó la primaria. Suman Miles. Material humano devaluado en el mercado del trabajo. En la mejor de las suertes, se unen a un hombre tan pobre como ellas. Y a parir. O -previa recomendación, no vaya a ser que…-, serán mucamas de aquellas susanitas argentinas, con salarios en negro o mal remunerados, más el valor agregado de un tratamiento indigno. Cualquier otra cosa pudiera ser el infierno. El infierno es inmenso, como pequeño el paraíso. O viceversa. Depende de dónde se esté parado. O cómo se viva.
Tomando algo prestado del Dante Alighieri, ya que hablamos de infiernos, en uno de los círculos más profundos del infierno que nos toca acá en la tierra, están los prostíbulos clandestinos esperando la última remesa de chicas pobres (algunas de ellas con sus fotos exhibidas en las terminales anunciándolas como desaparecidas) para que en sus cuerpos se sacien camioneros al paso, policías corruptos, algún tímido joven se inicie en el sexo, o se caiga por allí algún platudo para desflorar a alguna chica virgen reservada exclusivamente para usted, Don.
¿Serán esos los trabajos a los que se refiere la conductora de nuestra televisión aldeana?
Si los que siempre leímos Mafalda pensamos alguna vez que Susanita tan sólo se dedicaría a criar hijos, mantenida por un marido rico, nos equivocamos: en nuestra gran aldea argentina algunas de ellas están hoy ante las cámaras de televisión desgranando su sabiduría de amas de casa (algún día tendrán su Santa Mirta para adorar), su bla bla de vecindario, su ideología del buen hogar (donde todo hay y sobra de todo) dentro del cual el mundo es ideal, mientras piensan –o comentan con altanero desdén y total impunidad- que fuera de sus paredes lo que impera es el caos. Hay que terminar admitiéndolo: Susanita conquistó la televisión.

jueves, 15 de octubre de 2009

Que se la chupen

Por Tomás Barceló Cuesta
Hay un Maradona –un Diego Armando Maradona esencial-, que los medios nunca respetaron. O respetaron poco.
La leyenda es conocida: un pibe morocho, surgido de una zona pobre, marginal, que sus piernas, rapidez y reflejos, más un sentido espiritual de colectivo, lo llevaron a integrar la selección argentina de fútbol. A partir de ahí todo fue gloria: el mundial juvenil del 79, después el 86, la mano de Dios y la victoria frente al equipo de la imperial Inglaterra. Maradona fue elevado a rango de dios. Subliminal mensaje: hay hasta una aproximación fonética entre Diez, Diego y Dios. Algo así como una trinidad futbolera.
El Pelusa siguió siendo gloria cuando transitó durante años, retirado ya de las canchas, gordo y abotargado, por los alucinantes pasadizos de la droga. Era tan sólo un dios abatido. Y siguió siendo gloria cuando, en más de una ocasión, mantuvo en vilo al país, al mundo entero, mientras gambeteando defendía la pelota de su vida ante ese rival implacable que es la muerte. De haber fallecido, hoy fuera un muerto tan grande como el Che. Y, oh azares de la vida, algo casi olvidado: ambos son argentinos. Esto último no lo digo por la nacionalidad común gracias al azar geográfico –dato irrelevante-, sino por la cualidad de lo argénteo.
Maradona no es ningún dios, pero jugó como si lo fuera. Y tampoco quizás haya sido el mejor jugador del mundo (aunque yo me lo crea y el mundo también). Pero los medios, la publicidad y el dinero, tienen el poder ilimitado de convertir la mierda en oro y a un hombre común y mortal en cualquier cosa. Además de despojar al fútbol –como lo han hecho- de su condición elemental de pura diversión, y elevarlo hasta el paroxismo en un gran negocio de rentabilidades y cifras gananciales, en el que los jugadores y el juego son la mercancía.
Maradona sirvió para tales propósitos mientras paseaba por las canchas del mundo ese juego de potrero, de pibe menudo, cuyo sueño perentorio es anotar un gol. Maradona después no sólo siguió anotando goles, sino que también los fabricaba, llevando la pelota hasta límites imposibles, ante las narices del arquero contrario y en tan sólo un fugaz segundo, anidarla en los pies de algún cercano compañero de equipo para que éste hiciera también lo suyo. Ningún otro jugador lo ha logrado como él. Ya retirado, el brillo que le quedaba siguió sirviendo para alimentar el cotilleo de los medios de comunicación: aún había jugo en ese dios.
Todo le fue permitido. Incluso echarse ahora sobre sus hombros, la carga de la dirección de la selección argentina. Pero nunca perder. Si pierdes te convertimos en mierda. No lo olvides, eh Dieguito: el mundo está diseñado para los ganadores.
Argentina, país de pérdidas y derrotas constantes, no sabe perder. De ahí el tango, arte musical del lamento –elevado recientemente por la UNESCO a patrimonio cultural mundial-, más el psicoanálisis, terapia conversacional, intrincada, siempre tras la búsqueda de algo que no se sabe qué.
Maradona, más que nada y por encima incluso de los medios, ha sido y es dios de sí mismo. Dios de su propia condición esencial por la cercanía con aquellos que siendo lo que él fue, alguna vez soñaron ser lo que es: un desclasado que logró romper con la miseria que otros le impusieron. Recurrente arquetipo del héroe en la cultura masificada capitalista: al final, en el fútbol, el sueño del pibe no es hacer goles, sino ganar millones: cuanto más, mejor. Un argentino más allá del tango y la terapia. Nunca como antes pareció volver a esa esencia suya, tan argentina –lo digo de nuevo por lo argénteo- cuando después de ganarle a Uruguay, le arrostró a los periodistas –empleados de primera línea del poder mediático- que él, junto al equipo y a los argentinos que lo siguieron, sin la ayuda de los medios, y contrario a lo que pensaban días antes esos mismos periodistas que tenía al frente, habían logrado la victoria, y con ello su pase al mundial.
“Que me la chupen”, dijo entonces. Y lo dijo más de una vez. Los medios y el provincianismo pacato, tan argentino –lo digo ahora por Argentina- tendrán para unos cuantos días. Ya no es un dios. Es un mal director técnico, diciendo groserías, ofendiendo a los empleados del poder mediático. Horror.
Cuando uno de esos empleados le preguntó si se sintió presionado, Maradona respondió lo más importante que pudo haber dicho en toda la conferencia de prensa: “Presionado es un hombre que se levanta a las 5 de la mañana sin saber cómo será su día. Yo me siento con la responsabilidad del equipo”.
Respuesta intrascendente para los medios. Hablar de desclasados no es rentable. Tan sólo vale la pena cuando –salido de su entorno marginal- algún pibe, como Maradona, comienza a convertir su sueño en dinero propio. Dinero para los empresarios del fútbol. Y dinero, voz y ganancia para el poder mediático.
Puertas adentro, en más de una conversación oligarca de sobremesa, no faltará la frase conocida: Quién se cree que es ese negro de mierda.
Que se la chupen entonces.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Nacer (1)




Por Tomás Barceló
Ocurrió un 22 de septiembre, en una choza con techo de guano, paredes de madera y piso de tierra. En mi país, Cuba, se conoce como bohío. La mujer estaba sola. Afuera todo era callado: ese silencio que emana de la tierra cubierta toda de vegetación, y que lleva a pensar en Dios a los que creen en él, pero también a los que no creen, ante el misterio de tanta mudez terrenal donde una ciudad puede llegar a ser algo tan lejano e inalcanzable como el mismo Dios. Eran las 12 del día. Pleno equinoccio de otoño en el hemisferio norte. Es de suponer que en ese instante, ubicada la tierra convenientemente frente al sol –como una mujer desnuda que espera de su amante una mirada de aprobación-, recibía toda la luz pareja.
La mujer estaba sola.
Una mujer sola con una enorme panza dentro de la cual había un niño.
Pudiera hablar de sus avatares allá dentro, rompiendo la bolsa amniótica y buscando la luz y el oxígeno a través del canal de parto. Pero pasaré por alto esos detalles. Nadie cree esas cosas.
Los hombres trabajando en el campo. Dos de sus hijas habían ido a buscar a la partera, que vivía a una distancia de cinco kilómetros. Con las entrañas sacudidas por las contracciones, la mujer puso en el fogón una olla, con agua para que hirviera. Buscó paños limpios. Una tijera que esterilizó con alcohol. Preparó convenientemente el lecho. Sobre una pequeña hondonada en el piso, puso algunos de los paños. Y se dispuso a parir.
Lo hizo en cuclillas, sosteniéndose de dos taburetes atados a las paredes. Y así me alumbró. Así nací. Un 22 de septiembre, justo cuando el día estaba partido en dos mitades iguales, equilibrado por la luz equinoccial. Mi primer contacto con el mundo no fueron unas manos enguantadas de algún obstetra. Mi primer contacto con el mundo al que me asomaba por vez primera, fue con la tierra, sobre la cual caí suavemente porque así lo quiso y dispuso mi madre.
Cuando llegaron mis hermanas con la partera, ya yo estaba bañado y limpio. Olía a colonia. Eso provocó en mí, supongo que por lo artificial del producto, una alergia eterna hacia los perfumes. Mi madre había cortado el hilo de venas que nos unía. Ya había chupado sus tetas pletóricas de leche. Dormía. Todo estaba en orden en el hogar. Mi madre, bañada también, limpia y olorosa, pensaba que sería la última vez. Y así fue: con siete hijos fue suficiente.
Por ése suceso, importante para ella y aun más para mí, el 22 de septiembre pasado recibí innumerables felicitaciones de mucha gente. Incluidos amigos que no me conocen pero me aceptan como tal, y que yo tampoco conozco pero también termino aceptando, gracias a la virtual concertación en cadena de ese mundo infinito llamado Facebook.
Sé que ahora, en estos instantes en los que se producen partos planificados en limpios salones de obstetricia, una mujer, en algún rincón del planeta –África, América, India- se dispone a parir en cuclillas. Está sola. Facebook desconoce que existe. Como también ella desconoce que existe Facebook. Nadie registrará el suceso. Eso no importa. Es tan sólo ella con su hijo que va a nacer. Más el silencio del mundo a su alrededor. Eso es suficiente.

jueves, 24 de septiembre de 2009

El coño de su madre o lo que es lo mismo

Por Tomás Barceló
El señor Micheletti, presidente de facto de Honduras, declaró días atrás que en el supuesto caso de que Estados Unidos invada al país, él no daría órdenes a su ejército para defenderse, de esa manera evitaría pérdidas de vidas hondureñas. Qué bien. Loable actitud del señor Micheletti. Ni Ghandi frente a Inglaterra, allá por los tiempos en que el famélico líder hindú, seguido de millones de hindúes tan flacos como él, opuso su resistencia pacífica para expulsar a las tropas coloniales británicas de la India. Es lógico que el rollizo Micheletti piense y actúe así: ¿cómo oponérsele al padre –político- que pudiera venir a regañarlo por portarse mal? ¡Jamás! ¡Nunca! A Estados Unidos se le respeta, carajo.
En estos momentos la policía y el ejército de Honduras, por órdenes del mismo gordito, disparan contra sus hermanos hondureños –matando a unos e hiriendo a otros con balas o a bastonazo limpio- que claman, en multitudinarias manifestaciones, que el depuesto presidente de sombrero alón y mostacho negro, Manuel Zelaya, sea repuesto en el poder.
Pensando en Micheletti -no en Zelaya-, el perro Mendieta, acompañante de Inodoro Pereyra y ambos salidos del genio de Fontanarrosa, exclamaría: ¡Qué lo parió, che!
Más de un hondureño estará gritando algo parecido: ¡La puta madre que lo parió! Con el perdón de la señora. Ya se sabe: el insulto viene por otro lado.